Esta reflexión fue inspirada por un episodio del podcast de Mai Pistiner llamado “Cirugías Estéticas”. En él, Mai comenta que post-pandemia las cirugías estéticas aumentaron exponencialmente debido a vernos tanto en las pantallas, a través de nuestra imagen en Zoom o Google Meet, cosa que antes no veíamos cuando íbamos a una reunión presencial. Desde la pandemia vemos nuestros rostros casi 24/7 y nos terminamos obsesionando, encontrando imperfecciones, “defectos”, que antes no notábamos/teníamos.

Yo soy de esas que siempre que puede deja la cámara prendida en las reuniones de laburo. Siento que hay una cierta falta de respeto y desconexión ante la persona que hostea la reunión si la mantengo apagada. Algo así como si no estuviera. Soy de esas que aparte siempre tratan de participar, de decir que entendieron, de preguntar si es necesario, para que el otre no se sienta solo en su rol de presentador.

Sin embargo, en los momentos donde menos tengo que participar, la apago, porque no soy capaz de mantenerme impoluta las horas que sea que se requiera de mí en esa reunión. Es muy distinto a cuando estás con personas físicamente cerca tuyo: sabés que no podés meterte el dedo en la nariz o sacarte un pedacito de lechuga de entre los dientes. Pero lo sabés porque tenés a la gente ahí, a la vista, y hasta sentís su calor. En cambio en casa, con la pantalla, aunque vea tu cara la verdad para mí yo sigo estando sola en mi espacio físico alrededor, y no voy a mentir que más de una vez me he visto hacer muecas raras para destrabar algun pedacito de comida que me había quedado entre los dientes y terminé horrorizada. En esos momentos no solo me sentía fea, sino que era como si hubiera desbloqueado un nuevo nivel de inseguridad: no es ser linda, aesthetic, aún en los momentos donde nadie se ve bien.

A la hora de hablar de Instagram, de las famosas redes sociales, me pasa algo similar. Si bien yo ya no meto la panza ni me pongo de puntas de pie para hacerme más alta, soy consciente de la cantidad de veces que mi cara aparece en mis posteos. En todos. TODOS. Y es algo que hice durante AÑOS. En mi cuenta anterior, la original que arranqué allá por el 2010, tenía el feed lleno de fotos de selfies, de looks, y apenas si fotos salpicadas de otras partes de mi cuerpo o vida que no contuvieran mi cara. Porque en ese entonces los números me importaban y era bien sabido que las fotos donde no aparecían las caras de las personas performaban menos, aparentemente porque eso genera “más conexión”, aunque nadie nos haya presentado ninguna evidencia científica de que TODAS nuestras fotos debían sí o sí contener nuestras caras. Pero eso fue lo que hicimos sin cuestionarlo: llenar nuestras galerías personales y públicas con fotos de nuestras caras, surgiendo así de a poco el concepto de “beboteo” que tanto “nos empodera” (???).

Sin darnos cuenta terminamos perpetuando (otra vez) estándares de belleza inalcanzables, inclusive para nosotres mismes. Vemos nuestras fotos y decimos “ojalá me viera así siempre”, a lo que yo me agarro la cabeza porque pienso que es una locura. Envidiar nuestra propia realidad filtrada es un sinsentido.

También es algo irónico que justo me comprometí a sacarme una foto todos los días durante 1 año para documentar mi estilo. Me muerdo los dientes mientras sigo sacando esas fotos que a veces me hacen ruido, no por como me veo sino porque estoy realmente cansada de ver mi rostro all over the place. Siento que soy más que mi cuerpo, que mi rostro, que este envase que contiene una persona con mil ideas, valores y proyectos. Y en parte siento que es por eso que escribo, que grabo podcasts, porque acá, en las letras, o allá, en mi voz, nadie realmente me ve y finalmente me juzgan por mi prosa o el timbre de mi voz.

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